Discurso del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en la Universidad de Nairobi
Discurso del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en la Universidad de Nairobi
Estimado rector,
estimado ministro,
apreciables estudiantes,
embajadores,
colegas (de la ONU y de ACNUR), Coordinación Residente (de la comunidad de asistencia),
estimada audiencia,
Para mí es un gran honor y un enorme placer estar hoy aquí. Esperaba con ansias este encuentro. Imagino que saben o se imaginan que he dado charlas en muchos sitios, pero valoro especialmente la oportunidad de hacerlo en las universidades, por las ideas y la energía que en ellas se generan, por su entusiasmo y su voluntad para innovar... Y es que no podemos hablar de soluciones – una palabra que escucharán muchas veces en los próximos treinta minutos – sin considerar cuán trascendental es el papel que desempeña la comunidad académica.
Permítanme empezar dando las gracias a la Universidad de Nairobi. Muchas gracias al rector y al ministro por sus importantes y amables palabras. Por supuesto, gracias también a ustedes, por estar aquí, y gracias a quienes me están escuchando en línea. Sé que el período escolar acaba de terminar, así que agradezco al estudiantado que está hoy aquí, pasando un poco más de tiempo en la escuela. Aprecio que lo hayan hecho porque el tema que abordaré se relaciona, entre otras cosas, con un futuro compartido, o sea, con su futuro.
Ya saben – o eso espero – a qué me dedico. Tengo un cargo un poco anticuado y rimbombante (Alto Comisionado para los Refugiados); me disculpo por ello. Básicamente quiere decir que estoy al frente de ACNUR, la principal agencia de la Organización de las Naciones Unidas – y, en realidad, de todo el sistema internacional – que se encarga de asistir a las personas refugiadas. ACNUR protege los derechos fundamentales de los refugiados, que están consagrados en importantes instrumentos jurídicos, como la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados. Se trata de una agencia humanitaria de gran tamaño que ayuda a los Estados a atender las crisis de refugiados; al mismo tiempo, tiene la encomienda de colaborar con los gobiernos y con otras partes interesadas para encontrar soluciones sostenibles conforme a derecho, que pueden ser temporales o duraderas, a los problemas que enfrentan tanto las personas forzadas a huir por guerras, persecuciones y muchas otras formas de violencia como las comunidades que generosamente les han dado acogida (como ha hecho Kenia por décadas). Son muchas las personas que han sido desplazadas por la fuerza en este mundo tan convulso. El cálculo más reciente arroja 120 millones de personas, que pueden ser refugiadas, o bien desplazadas internas (es decir, que buscan protección en su propio país). Si no me equivoco, 120 millones es más del doble de la población de Kenia.
Quizás se pregunten por qué me preocupo yo o por qué deberían preocuparse ustedes por las personas refugiadas. En los últimos años, en diversos países – sobre todo aquellos que se encuentran en lo que se conoce como el Norte global – el desplazamiento forzado, que involucra a las personas refugiadas y a otras que han sido desplazadas, ha ocupado un lugar central en el debate político. Por desgracia, con demasiada frecuencia, una dinámica política sana – que debería ocuparse de las soluciones para superar este desafío – no deriva en esto, sino que se debe a la manipulación política, cuyo propósito es obtener votos y ganar elecciones.
A principios de este mes, en la Universidad de Georgetown, en Washington, D.C., di una charla sobre los movimientos de población de gran proporción (en las Américas suponen un problema mayúsculo), es decir, aquellos en los que las personas refugiadas y las personas migrantes recorren rutas en los distintos continentes, que literalmente son “hemisféricas”, en busca de oportunidades o de protección (a estos los conocemos como movimientos mixtos). Hice mención de los peligros a los que indudablemente se enfrentan estas personas mientras recorren mares, junglas o desiertos; tales peligros incluyen violencia, extorsiones, tortura o, incluso, la muerte, pues quedan a expensas de criminales, tratantes y traficantes.
Quizás recuerden las crudas imágenes de refugiados y migrantes que languidecían en centros de detención en los que se cometían abusos en Libia. Las imágenes fueron difundidas por los medios hace unos años, lo que provocó mucho enojo alrededor del mundo, sobre todo en el África subsahariana. Aun así, no deja de haber personas que, por la desesperación, prácticamente le venden su vida a los traficantes. Esto es apenas la punta del iceberg del fenómeno que se conoce como desplazamiento forzado.
Por ello, en la Universidad de Georgetown planteé acciones concretas para ir a la raíz del problema, estabilizar los flujos poblacionales, proteger a las personas desplazadas por la fuerza en su traslado y ofrecerles oportunidades. En ese sentido, debemos reconocer que hay oportunidades, que existen las soluciones (ya hizo su aparición esta palabra otra vez) y que estas no atañen únicamente a las personas en situación de movilidad humana, sino que nos conciernen a todos, seamos o no refugiados. El desplazamiento forzado y la migración irregular son cuestiones mundiales, cuya importancia de cara a nuestro futuro – su futuro – se equipara a aquella del cambio climático, las pandemias, la paz y la seguridad.
Sobre eso quisiera reflexionar el día de hoy. En lugar de repetir imperfectas recetas del pasado, ¿podríamos optar por nuevas formas de abordar este desafío mundial? En Kenia y en otras partes del mundo, si se combinan los ingredientes adecuados (o sea, las políticas públicas, la visión y el liderazgo y, por supuesto, el apoyo internacional), ¿qué oportunidades podrían generarse para ofrecer estabilidad y soluciones genuinas tanto a las personas en situación de movilidad humana como a las comunidades que les han dado acogida?
No peco de ingenuo. En el mundo en el que vivimos, son pocas las razones para no perder la esperanza. Las guerras son el motivo por el que ha tenido que huir la mayoría de las personas refugiadas; y el mundo parece incapaz de detenerlas o, incluso, de prevenirlas. Quizás no haya voluntad para que impere la paz, lo cual sería aún peor. No funcionan las propias instituciones que se crearon para prevenir las guerras. El Consejo de Seguridad de la ONU, por ejemplo, está fracturado y paralizado. Las instituciones regionales – tanto en Europa como en Asia – están siendo puestas a prueba por fuerzas antidemocráticas y por ideas xenófobas y nacionalistas. En lo individual y en lo colectivo podemos ver el precio que se están pagando por esta disfunción... en Sudán, en el Sahel, en Ucrania, en Gaza...
Cuando se suman los devastadores efectos del cambio climático, que han tenido trágicas consecuencias en Kenia y en toda la región; cuando se añaden las pandemias y las crisis económicas; cuando se suman las nuevas tecnologías que carecen de regulación y que están distorsionando nuestro sentido de la realidad o, incluso, socavando los valores que compartimos... Cuando se consideran todos estos factores, los desafíos son sumamente abrumadores, así que el ostracismo pareciera ser la única opción viable, lo que implica sucumbir a lo que denomino la “narrativa de la imposibilidad”.
En muchos sitios, esa narrativa – que nos lleva a pensar que todo es imposible – es la que ha marcado la pauta en la respuesta al desplazamiento forzado. Las cifras nunca antes vistas de personas desarraigadas se usan para alimentar el resentimiento y una falsa idea de que no se puede hacer nada para plantar cara al problema, de que la única opción viable es adoptar políticas brutales, que, francamente, son ineficaces, pues consisten en construir muros, detener embarcaciones, obstaculizar la búsqueda de protección y un sinfín de cínicos eslóganes políticos que, si bien atraen votos, son incapaces de abordar la problemática.
Las personas que abandonan sus hogares no lo hacen en un vacío. Cuando proliferan los conflictos, el desplazamiento forzado se hace presente. Si no se hace nada con respecto al cambio climático, el desplazamiento forzado se hará presente. Si se condena a las personas refugiadas a vivir en la precariedad, seguirán siéndolo por mucho más tiempo. Si se les niegan la protección o las oportunidades, los grupos criminales no dudarán en llenar ese vacío.
Sin duda, muchas personas en Kenia, África y el mundo saben qué implica el desplazamiento forzado: lo saben porque son quienes tuvieron que escapar de guerras y persecuciones, porque son quienes han acogido a las personas refugiadas y desplazadas, o bien porque han estado en ambas situaciones. Deben sentir mucho orgullo con el hecho de que, afortunadamente, en África prevalece una narrativa de solidaridad. He visto ejemplos de ello, una y otra vez, siempre que he estado en la región. Sin embargo, la generosidad no es algo que deba darse por sentado. ¿Cómo podría eso ocurrir? Lo he dicho con frecuencia: contrario a lo que muchos nos dicen, la mayoría de las personas desplazadas por la fuerza – el 75%, según el informe de ACNUR más reciente – se encuentra en países de lo que se conoce como el Sur global. Kenia, su país, es un ejemplo.
Las personas huyen de sus lugares de origen porque no les queda otra opción. De hecho, son muchas más las personas que permanecen en sus países de origen – las denominamos personas desplazadas internas – que aquellas que cruzan fronteras internacionales. Esto es algo que tendemos a olvidar. En el mismo sentido, de las personas forzadas a huir – y que logran hacerlo – para ponerse a salvo en otros países (es decir, personas que se convierten en refugiados o solicitantes de asilo), más de dos tercios vive en países que comparten frontera con el suyo, muchos de los cuales cuentan con recursos limitados.
Por tanto, debo dar las gracias a Kenia, por su generosidad al dar acogida a las personas refugiadas una década tras otra, pues sabemos que hacerlo conlleva un costo. Asimismo, es necesario dar las gracias a todos los países y comunidades de acogida en África y en el resto del mundo. Llegué a Nairobi hace un par de días, luego de haber estado en Sudán y Sudán del Sur. Me entrevisté con muchas personas que han huido de la devastadora guerra en Sudán; también pude ver la generosidad de las comunidades que les han dado acogida. Por otra parte, observé la presión sobre la infraestructura, los servicios públicos y las instituciones. Esa presión es particularmente fuerte, por ejemplo, en un país tan joven y frágil como lo es Sudán del Sur, pero el patrón se repite por doquier; es decir, en Uganda, Etiopía, Tanzania, Ruanda y otros sitios, como Bangladesh, Colombia, Líbano, Jordania y Pakistán... Y, por supuesto, aquí en Kenia. Dar acogida a grandes cantidades de personas refugiadas no solo es difícil, sino que también conlleva un alto costo.
En consecuencia, hagamos lo posible por comprender la complejidad y la dimensión de este desafío. Si deseamos diseñar respuestas efectivas, debemos aceptar la realidad tal y como es, sin importar lo incómoda que sea. La realidad es que, innegablemente, el desplazamiento forzado va en aumento. De hecho, de continuar las tendencias de la última década, las cifras se mantendrán al alza. Se sabe que, en tanto no haya oportunidades que propicien el retorno de las personas a sus lugares de origen, el desplazamiento forzado se prolongará. Eso queda claro, tanto como el hecho de que no hay soluciones rápidas ni fórmulas mágicas.
Entonces, ¿qué podemos hacer? ¿En qué consiste la narrativa de la posibilidad (en comparación con la narrativa de la imposibilidad)?
Primero, diré lo obvio: paz. Nada sustituye la paz, que es más efectiva que cualquier cantidad de asistencia humanitaria. Debemos sumar nuestra voz, urgentemente, a aquellas que solicitan la consolidación de la paz en Sudán, en Gaza y en muchas otras partes del mundo. Las personas desplazadas por la fuerza desean volver a sus lugares de origen; y, siempre que impere la paz (por imperfecta que esta sea), lo harán. En ese sentido debo subrayar que siempre deben ser las personas refugiadas y desplazadas quienes opten por el retorno, que debe ser voluntario; además, se debe respetar la dignidad de las personas. Los retornos no pueden ser una imposición, del mismo modo en que no se puede decretar la paz de manera artificial y a conveniencia.
Por desgracia, la paz parece escasear en esta época. En consecuencia, prevalecen las situaciones de desplazamiento forzado (a veces, durante años o, incluso, décadas). En ese contexto, es importante proteger y salvaguardar la seguridad y los derechos de las personas desplazadas; al mismo tiempo, es imperativo buscar soluciones a su difícil situación. Como prueba de ello basta con observar lo que ocurre en esta región, en Etiopía, en Uganda y en la propia Kenia. Los retornos a gran escala no son comunes. Por tanto, existe la oportunidad de actuar tan pronto haya disminuido la gravedad de una emergencia, mientras se da el momento propicio para que las personas refugiadas o desplazadas puedan volver a sus lugares de origen. Debemos buscar mejores vías para sostener el compromiso de brindar protección, que es muy necesario. (Cuando se trata de personas refugiadas, la llamamos protección internacional, pues todas ellas han perdido la protección de su país de origen; sin embargo, no podemos obviar la protección que necesitan las personas desplazadas internas).
Aquí es donde la cuestión se complica.
Es de vital importancia responder a situaciones de emergencia, llegar a las personas afectadas rápidamente, y permanecer y cumplir; se trata de funciones humanitarias esenciales que necesitan apoyo y que deben continuar. Como debe ser, en los primeros días o semanas de una crisis (es decir, cuando las necesidades humanitarias son más agudas), la atención se centra en cuestiones vitales.
No obstante, mientras se implementan y se amplían las respuestas humanitarias, debemos evitar caer en un ciclo sinfín de soluciones recurrentes a corto plazo. Sencillamente no podemos – hago hincapié en esto – darnos el lujo de enfocarnos solo en la primera etapa de una crisis.
En los últimos tres años, ACNUR ha declarado 118 situaciones de emergencia en todo el mundo, o sea, una emergencia cada diez días. Por lo regular, responder a una crisis implica instalar infraestructura donde esta no existe o es insuficiente (por ejemplo, clínicas, escuelas, letrinas, etc.). Conforme la respuesta humanitaria se aleja de la fase inicial de una emergencia, algunas de las actividades se fosilizan. Más de la mitad de los 120 millones de personas que mencioné hace un momento fueron desplazadas hace cinco años o más. En ese lapso de tiempo, las llegadas no han parado; por tanto, las necesidades continúan multiplicándose. En ocasiones es difícil – quizás, imposible – alejarse de las actividades a corto plazo, lo que en ocasiones se conoce como el modelo de “mantenimiento y cuidado”. En los últimos tres años, casi la mitad del presupuesto de ACNUR se ha destinado al sostenimiento de estos sistemas, algo que yo denomino aparentes “burbujas” de refugiados o de desplazamiento; es decir, sistemas humanitarios que funcionan en paralelo con los sistemas nacionales, lo que genera tensiones entre las poblaciones desplazadas y las comunidades de acogida, sobre todo cuando los servicios no están disponibles para todas las personas.
Sostener estos sistemas cada año es ineficiente; también es riesgoso. Además, se desvían recursos que podrían destinarse a actividades esenciales, y no hay ningún beneficio para las comunidades de acogida. El modelo que conocemos como “mantenimiento y cuidado” está sujeto a lo impredecible que es la financiación humanitaria, cuya volatilidad va en aumento. ¿Qué ocurre cuando la financiación se agota, como pasa a menudo? Ya hemos visto la dinámica, si se me permite decirlo, aquí mismo en Kenia (particularmente en Dadaab), donde por décadas se ha atendido una situación de refugiados prolongada mediante el modelo de “mantenimiento y cuidado”, lo cual ha provocado miseria para las personas refugiadas, tensión con las comunidades de acogida e inseguridad para todas las partes. Es en estos casos cuando las personas refugiadas se convierten en una verdadera carga para el país de acogida, o bien cuando algunas personas desplazadas optan por trasladarse a otro punto, con lo cual se crean los complejos movimientos que mencioné.
En los últimos años hemos aprendido que debemos colaborar estrechamente con los actores de desarrollo desde los primeros días de una respuesta humanitaria, siempre con los gobiernos a la cabeza y sin omitir nunca la participación de las personas desplazadas por la fuerza ni de las comunidades de acogida. Hemos aprendido que una respuesta meramente humanitaria no existe; también que la única solución es que haya unión entre las comunidades de acogida y las personas desplazadas por la fuerza.
Hace un par de años empezamos a promover este cambio. Con algunos de los gobiernos de países que han dado acogida a un gran número de personas refugiadas convinimos en que, en lugar de crear sistemas paralelos, deberíamos invertir en inclusión. O sea, incluir a las personas refugiadas y desplazadas internas en los servicios nacionales y locales, como la salud y la educación; también a nivel económico para que puedan trabajar, producir y contribuir. Para lograrlo es necesario reconocerles una condición jurídica regular; y, en suma, incluirlas en los planes nacionales. De manera simultánea, diversos países donantes convinieron en que debían apoyar a las comunidades de acogida (muchas de ellas pueden encontrarse en una situación tan frágil como la de las propias personas desplazadas), así como contribuir a los servicios, la infraestructura y el desarrollo económico de los países de acogida. Uganda, por ejemplo, permite que niñas y niños refugiados asistan a la escuela; de hecho, para apoyar esta iniciativa, ACNUR ha promovido las inversiones en el sistema educativo del país. De ese modo habrá beneficios para todas las partes.
El enfoque en la inclusión es una de las herramientas más poderosas con las que se cuenta en la búsqueda de soluciones. El Pacto Mundial sobre los Refugiados, adoptado por la ONU en 2018, parte del concepto de inclusión. Sin embargo, he visto cómo esa palabra – o sea, inclusión – incomoda a algunos gobiernos, sobre todo cuando sus países han dado acogida a las personas refugiadas durante mucho tiempo. Se trata de países que, al escuchar la palabra inclusión, la traducen en una acogida indefinida que va de la mano con la falta de interés económico y financiero de la comunidad internacional. Son países que temen que se les esté delegando la responsabilidad de hacerse cargo de las personas refugiadas; hasta cierto punto, tienen razón.
Por ese motivo es importante aclarar qué se entiende por inclusión.
En primer lugar, no obstaculiza el retorno de las personas refugiadas o desplazadas a sus lugares de origen. En lo absoluto. El Pacto Mundial sobre los Refugiados no deja lugar a dudas al respecto; de hecho, entre sus objetivos está forjar la autosuficiencia de las personas refugiadas, así como crear circunstancias propicias para retornos en condiciones dignas y seguras. Al respecto, se sabe que una persona refugiada autosuficiente tiene más herramientas y capacidades para volver a su lugar de origen, o sea, está mejor equipada.
En segundo lugar, la inclusión se traduce en una inversión en la autosuficiencia tanto de las personas refugiadas como de las comunidades de acogida (incluso mucho más que el modelo tradicional que se basa en brindar asistencia humanitaria en el corto plazo). En realidad, el Pacto Mundial sobre los Refugiados articula una visión inclusiva que beneficia a todas las partes interesadas (es decir, a las personas refugiadas, a las comunidades de acogida, a los gobiernos, a la sociedad civil, al sector privado y, por supuesto, a las universidades).
En tercer lugar, la inclusión no debe dejar de lado a las personas desplazadas internas. Considerando que son nacionales de su propio país, no debería haber complicaciones, pero, a veces, la situación es desafiante y merece atención. Hace dos años, el Secretario General de las Naciones Unidas lanzó una iniciativa para promover soluciones en favor de las personas desplazadas internas; esta iniciativa se está llevando a la práctica.
Como era de esperarse, todo esto necesita inversiones sustanciales. He estado tratando de convencer a los donantes (entre ellos están los gobiernos de algunos países en el Norte global que están preocupados por los movimientos mixtos de los que hablé). Les he estado dando asesoría para que dejen de obsesionarse por lograr que sus fronteras sean inaccesibles o por simplemente construir sistemas de control en las rutas que recorren las personas en situación de movilidad humana. En su lugar, los he exhortado a invertir en los países que han dado acogida a grandes cantidades de personas refugiadas, o bien en países donde hay conflictos y, por tanto, desplazamiento interno. Con esto se lograrían dos cosas: por un lado, los países de acogida recibirían ayuda en la gestión de los movimientos de población y, por otro, las personas en situación de movilidad humana tendrían más oportunidades en los lugares en los que se han establecido. Asimismo, ayudaría a estabilizar los movimientos de población y, como dije, propiciar los retornos u otras soluciones.
Se me instó a observar, en la declaración final del G7, que tuvo lugar hace un par de días, referencias a estrategias migratorias y de refugiados con un enfoque integral en las rutas. Admito que, en general, la postura del G7 se sigue centrando en los controles. No obstante, también queda claro que las soluciones efectivas deben, sin duda alguna, considerar las causas subyacentes, así como la paz, la seguridad y la resolución de conflictos; también deben considerar la asistencia y las inversiones en lugares donde hay mayor presencia de personas en situación de movilidad humana, como es el caso de Kenia.
Enfocarnos en la inclusión y en el fortalecimiento de los países y comunidades de acogida también implica una colaboración más efectiva con los socios de desarrollo. Hemos observado la transformación que pueden generar las acciones para el desarrollo – es decir, acciones concretas – cuando se conjugan ingeniosamente con las respuestas humanitarias. No se trata de “cerrar una brecha” entre la labor humanitaria y el desarrollo, sino de incorporar la ayuda al desarrollo, en coordinación con la asistencia humanitaria, desde el inicio de una situación de emergencia. ACNUR está aprendiendo a colaborar con instituciones financieras internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Africano de Desarrollo, por mencionar un par; también con organizaciones bilaterales de desarrollo, como JICA (Japón) y BMZ (Alemania), entre otras. Asimismo, está aprendiendo a colaborar con el sector privado en su calidad de socio de desarrollo; al respecto, ACNUR ha recibido mucho apoyo de la Corporación Financiera Internacional, que pertenece al Banco Mundial.
La única manera en que la respuesta inicial será sostenible es que los actores de desarrollo desempeñen un papel mucho más predecible cuando se trata de apoyar directamente a los gobiernos.
En este momento puedo hacer mención del fruto de este esfuerzo. Tan solo en Kenia, el Banco Mundial movilizó USD 230 millones (de los USD 4.000 millones que en los últimos años se asignaron a nivel mundial por medio de un fondo especial para países que han dado acogida a un gran número de personas refugiadas). Por su parte, la Corporación Financiera Internacional – es decir, el brazo del Banco Mundial en el sector privado – ha estado colaborando con ACNUR y con el Gobierno de Kenia en la creación de oportunidades de inversión comercial en Kakuma, en el condado de Turkana, un lugar poco usual. Al sur de Etiopía, gracias a la Fundación IKEA, que seguramente toda la sala conoce, plantamos las semillas de un programa de desarrollo que se enfoca en un campamento de refugiados somalíes; su propósito es beneficiar a toda la comunidad, es decir, nacionales y refugiados por igual.
El modelo de la inclusión se basa en una simple verdad: que las personas refugiadas y desplazadas tienen poder de acción y de decisión; y, por tanto, si se les da la oportunidad, pueden hacer contribuciones.
Las personas refugiadas y desplazadas suman, construyen y enriquecen. Al incluirlas e invertir en ellas, las ganancias son mucho mayores. No solo en términos económicos, que son importantes, sino también a nivel social y cultural, en coexistencia pacífica y de muchas otras formas.
Ahora bien, hay quienes argumentan que nada de esto es nuevo, que el modelo de la inclusión y, en general, la arquitectura del nexo acción humanitaria-desarrollo-paz no son cuestiones novedosas, sino que la terminología ha cambiado. Esto es cierto parcialmente, pero, sin duda, por lo menos en algunos contextos, se han logrado muchos más avances que antes.
Las agencias humanitarias están haciendo lo posible por cambiar. El ACNUR de hoy no es el mismo que era hace diez años. Nuestros sistemas se sometieron a un intenso proceso de modernización. Hemos invertido bastante en los datos para hacer mediciones y recabar evidencia, incluso con respecto a cuestiones del desplazamiento forzado de las que ACNUR no solía encargarse; también con respecto al impacto socioeconómico que implica dar acogida a personas refugiadas y desplazadas internas, el mercado laboral, el impacto del desplazamiento forzado en las finanzas públicas (es decir, las investigaciones y los datos que ACNUR publica y que pone a disposición para colaboraciones). Sería omiso si no mencionara la excelente labor del Banco Mundial y del Centro Conjunto de Datos sobre Desplazamiento Forzado. Les exhorto a que se pongan en contacto con ellos para que les compartan sus ideas. Por otro lado, me llena de alegría que hace rato presentamos el Centro de Recursos sobre Refugiados aquí mismo, en la Universidad de Nairobi.
Todos estos avances nos han permitido dilucidar qué resulta efectivo y sostenible; asimismo, algo que es igual de importante, es que nos han permitido comprender qué es lo que no funciona, qué no es sostenible. Y, si me permiten hablar por ustedes, aquí en Kenia también se ha logrado. Kenia ha logrado que haya unión entre las comunidades de acogida y las personas desplazadas; esa es la esencia o la médula del nuevo plan que se conoce como Shirika, que en kiswahili significa “trabajar en conjunto”, el cual fue adoptado y es liderado por el Gobierno de Kenia con el apoyo de ACNUR.
Este plan surgió de cuestiones esenciales sobre cómo hacer frente, de una manera innovadora, a una prolongada crisis de refugiados. Se trata de una respuesta basada en enfoques que, si bien son sencillos, son fundamentales:
- convivir, mediante la integración de los asentamientos de refugiados a nuevas municipalidades;
- aprender en conjunto, mediante la apertura de escuelas para todas las personas, desplazadas o no;
- sanar en conjunto, en clínicas que no hacen distinción;
- ser más fuertes en conjunto, mediante la creación de comunidades que son más resilientes a los efectos del cambio climático;
- trabajar y crecer en conjunto, mediante la promoción de inversiones económicas (o sea, generar oportunidades comerciales para el sector privado y, así, crear oportunidades laborales).
Todo esto y mucho más lo lidera el gobierno, a nivel federal y local, con el apoyo de bancos de desarrollo, donantes bilaterales, el sistema de las Naciones Unidas y, esperemos, el sector privado.
Se trata de un plan osado, ambicioso, pero también racional.
Racional porque, como hemos visto en esta y otras regiones (en Ruanda y Etiopía, al igual que en Colombia, Brasil y Türkiye), la inclusión de las personas refugiadas potencia el crecimiento económico, amplía la base fiscal y estimula el intercambio comercial. Además, no solo reconoce las habilidades y talentos de las personas desplazadas por la fuerza, sino que también las lleva a la práctica para un beneficio común. Por ejemplo, las personas sudanesas refugiadas se dedican a la docencia, la medicina o la ingeniería en Sudán del Sur; así, mejoran el bienestar de todo el país.
El argumento económico es claro, pero no siempre basta. La valentía política siempre será necesaria para la inclusión, lo cual podría implicar cuestionar la narrativa imperante o desestabilizar el estatus quo. Asimismo, requiere políticas públicas efectivas que faciliten la inclusión (por ejemplo, leyes que otorguen más libertad de circulación y que amplíen el derecho al trabajo). Por otra parte, es innegable que la inclusión no podrá concretarse sin escuchar a las propias comunidades, tanto refugiadas como de acogida.
Permítanme compartir tres simples premisas.
Primero, cada persona tiene un papel por desempeñar. La gestión de las poblaciones refugiadas y desplazadas no puede seguir siendo potestad de un ministerio o de una autoridad. La creación de políticas públicas adecuadas, el desarrollo de marcos jurídicos propicios y la difusión de los cambios para hacerlos del conocimiento de la opinión pública requieren del involucramiento de todas las partes interesadas. Se trata de una cuestión que involucra a la sociedad entera y al gobierno en su totalidad (al menos en esta ocasión, me parece que el argot de la ONU logra capturar el concepto).
Segundo, los esfuerzos por alcanzar la inclusión y la autosuficiencia – o sea, las acciones que describí – tomarán tiempo y necesitan recursos económicos, en especial cuando los países de acogida, como Kenia, asumen riesgos políticos. Los donantes, por su parte, desempeñan un papel esencial en la movilización de fondos adicionales para el desarrollo. ACNUR aboga por estos enfoques, de manera que apoyará integrando a los actores de desarrollo desde el inicio de una crisis, como se dijo antes. Asimismo, apoyará solicitando inversiones a las empresas y a los empleadores.
ACNUR será un aliado infranqueable de países que, como Kenia, han adoptado este nuevo enfoque.
Sin embargo (este es el tercer y último punto que quiero abordar), para que este cambio sea exitoso, todas las partes involucradas deben ser valientes.
Por tanto, debo decirles...
a quienes proponen y redactan políticas públicas (estén o no aquí), a mis colegas, que sean valientes y que actúen con determinación. No se dejen vencer por la magnitud del desafío. Escribamos, de manera conjunta, una narrativa de la posibilidad.
Al estudiantado le digo: el liderazgo del futuro está en sus manos. Ayúdennos a aprender. Ayúdennos a innovar. Su entusiasmo y sus conocimientos son la clave para hacerlo.
Por último, doy las gracias a todas las personas desplazadas, por ser una fuente de inspiración, por enseñarnos a ser humildes y resilientes, por mostrarnos cómo se ve la esperanza. Nos corresponde contribuir a que esta no desaparezca.
No las decepcionaremos.