A punto de convertirse en médico, Daniela tuvo que aplazar sus sueños profesionales para sostener a su familia
A punto de convertirse en médico, Daniela tuvo que aplazar sus sueños profesionales para sostener a su familia
Daniela Puente siempre soñaba en ser médica.
En su cuarto año de la facultad, estaba muy cerca de la meta. Pero justo en ese momento, la crisis en Venezuela se puso crítica.
Su vida se volvió un caos, y como 4,2 millones de sus compatriotas, Daniela se tuvo que marchar del país. Y ahora, ese futuro que tenía tan claro desde su infancia se ha vuelto turbio e incierto.
El sueño de ser médica comenzó a esfumarse cuando cursaba su penúltimo año de la facultad de medicina en Mérida, su ciudad natal en la región occidental de Venezuela.
De repente, la cantina universitaria dejó de servir los desayunos de siempre. En vez de los huevos, las arepas, las panquecas y la fruta que siempre les había brindado a los estudiantes, la cafetería comenzó a repartirles vasos de leche tibia.
Para Daniela, estos vasos de leche se volvieron un símbolo de la crisis que había convertido su facultad en un pueblo fantasma—desertada tanto por los estudiantes como por los profesores, que huían del país—y empobrecido a su familia, que antiguamente había llevado una vida de clase media.
“Mi familia es lo más precioso que tengo en la vida, entonces sabía que tenía que sacrificar mis sueños para que ellos sobrevivieran”, dijo Daniela, de 22 años.
Marcharse implicaba dejar la carrera para la cual había hecho tantos sacrificios, compaginando los estudios con un trabajo a tiempo parcial como una mesera durante sus años en la facultad de medicina. Daniela pensaba que si lograba establecerse en Colombia, a lo mejor podría inscribirse en una facultad colombiana para cursar las pocas materias que le faltaban para terminar su título y, por fin, convertirse en médico.
En febrero de 2018, Daniela consiguió salir de Venezuela. Gastó todos sus ahorros en el pasaje del autobús a Bogotá y llegó a la capital colombiana con 10.000 pesos, o US$3, en el bolsillo.
Se dio cuenta casi de inmediato que su plan no iba a funcionar. En Colombia, las facultades públicas le pedían una visa de estudiante, su diploma de la escuela secundaria y los transcritos autenticados—documentos oficiales que son casi imposibles de obtener en la Venezuela actual. Las facultades privadas, más flexibles en cuanto a la documentación exigida, resultaban imposiblemente caras.
Problemas como los que enfrenta Daniela son trágicamente comunes entre los más de 4 millones de venezolanos que se han visto obligados a salir de país, huyendo de la inestabilidad económica y la crisis de seguridad pública y el colapso del sistema de salud.
Un informe de ACNUR, basado en entrevistas con casi 8.000 venezolanos que han salido del país, sugiere que menos que la mitad de los niños venezolanos que viven en el extranjero están inscritos en la escuela. Entre las explicaciones de esta tasa desalentadoramente baja están “la falta de documentos, cupos limitados en las escuelas públicas y una escasez de recursos para pagar la matrícula”.
En Colombia, el país con el mayor número de refugiados y migrantes venezolanos, las autoridades han tomado algunas medidas para mejorar la situación. Algunas escuelas primarias y secundarias han adoptado la política de inscribir a todos los niños venezolanos, sin tener en cuenta su documentación o su estatus legal en el país. En el distrito de Bogotá, por ejemplo, el número de niños inscritos en las escuelas públicas ha disparado, subiendo más del 600 por ciento, de 3.800 alumnos venezolanos en agosto del 2018 a 23.000 en mayo del 2019.
Pero aunque representen un buen comienzo, iniciativas como ésta no lo resuelven todo. Sin documentación, los alumnos venezolanos en Colombia todavía no pueden hacer el examen para entrar a la facultad, y tampoco se les otorgan los títulos oficiales.
Son éstos los obstáculos a los que se enfrenta Andrea González, una brillante alumna de 17 que huyó de Venezuela, junto con su familia, a comienzos de su último año de la escuela secundaria. La familia echó raíces en la ciudad colombiana de Cúcuta, que queda cerca de la frontera con Venezuela y se ha convertido en uno de los mayores puntos de entrada para venezolanos en busca de seguridad en el extranjero. Inmediatamente después de encontrar una casa, Andrea y su familia empezaron a hacer campaña con el director de la escuela pública más cercana para que le dejara inscribirse. Como Daniela, la estudiante de medicina, Andrea tampoco tenía la documentación exigida.
Pero fueron persistentes y el director acabó por ceder—aunque la colocó en una clase del noveno año, dos años atrás del nivel en el que había estado en Venezuela.
Impertérrita, Andrea dijo que decidió interpretarlo al revés no como un retroceso, sino más bien como “una oportunidad para aprender más y refinar sus conocimientos”. Ahora en el décimo año, Andrea es la mejor alumna de su clase. Sueña con entrar a la facultad.
Pero a no ser que cambie la ley en breve, Andrea no podrá hacer el examen de entrada por culpa de su estatus legal en Colombia. Y sin el examen, no podrá acceder a ninguna facultad en Colombia.
Aun así, ella permanece optimista.
“Estoy convencida que las cosas cambiarán a tiempo y que la facultad me brindará la oportunidad de hacer el máximo de mi vida”, dijo Andrea.
Daniela también tiene esperanza. Actualmente trabaja como mesera en un restaurante en Bogotá, ganando un poco más que el salario mínimo de US$250 al mes—la mayor parte de lo cual remete a su familia en Venezuela.
“Somos tantos jóvenes que hemos tenido que abandonar nuestros sueños”, dijo. “Pero yo sé que un día voy a conseguir ser médico. No sé cuándo y no sé cómo, pero sé que va a suceder”.
Esta historia aparece en el informe de educación del ACNUR para 2019 Reforzando la Educación de los Refugiados en Crisis. El informe muestra que a medida que los niños refugiados crecen, las barreras que les impiden acceder a la educación se vuelven más difíciles de superar: solo el 63% de los niños refugiados van a la escuela primaria, en comparación con el 91% a nivel mundial. En todo el mundo, el 84% de los adolescentes reciben educación secundaria, mientras que solo el 24% de los refugiados tienen la oportunidad. De los 7,1 millones de niños refugiados en edad escolar, 3,7 millones, más de la mitad, no van a la escuela.