"¡Aya no se muere!": la niña siria que sobrevive con alegría al exilio
"¡Aya no se muere!": la niña siria que sobrevive con alegría al exilio
BEIRUT, El Líbano – Al igual que la pequeña Aya y su familia, muchos refugiados sirios viven en condiciones muy duras en Líbano. Familias que han conseguido escapar de la guerra han relatado su experiencia al fotógrafo Giles Duley: se niegan a perder la esperanza.
En 2014 llegué al Líbano para documentar las vidas de algunos de los refugiados sirios más vulnerables: discapacitados, ancianos y familias monoparentales. Fue una de las tareas más conmovedoras y exigentes de mi carrera, que iba a tener un efecto determinante tanto sobre mi trabajo, como a nivel personal.
Cuando ACNUR me encargó documentar la crisis de los refugiados en Europa y Oriente Medio era consciente de que debía visitar de nuevo a algunas de las personas que conocí en el Líbano dos años antes.
Es importante recordar que las historias no acaban cuando los escritores y fotógrafos se marchan. Para mí, uno de los elementos más importantes de mi trabajo es seguir las historias a través del tiempo, y pocas historias han sido más importantes para mí que las de los refugiados sirios que conocí en el Líbano.
La historia de Reem
Cuando conocí a Reem, a principios de 2014, estaba en estado de shock profundo. Apenas unos meses antes un misil había impactado sobre su hogar en Siria. En ese momento, dormía con su marido a su lado; éste falleció por la explosión, igual que uno de sus hijos en la habitación de al lado, y ella perdió una pierna.
Apenas hablaba y le costaba andar con su nueva prótesis. Para mayor desgracia, vivía en la cuarta planta de un edificio sin terminar en el valle de Bekaa. A causa de la escasez de alojamiento, una tienda de campaña en la azotea del edificio fue todo lo que ella y su padre pudieron encontrar. Esto significaba que estaba prisionera, por su incapacidad para salvar las escaleras.
Pero sin duda, lo más duro había sido el tener que enviar a sus hijos a vivir con un familiar. Sin una pierna, se sentía incapaz de cuidar de ellos. Deprimida, luchando por superar la pérdida de su marido y de su hijo, me dijo: "no quiero que me vean así".
Por ello, me llevé una gran alegría cuando regresé y la primera persona que me saludó en las escaleras fue Sarah, la hija pequeña de Reem. A pesar de que aún vivían en la azotea del edificio, al menos la familia volvía a estar unida de nuevo. Y ahora, Reem podía bajar las escaleras con facilidad, cada día se sentía más fuerte y caminaba mejor.
Esa noche, me senté con la familia (los dos hermanos de Reem ahora vivían con ella en la azotea), bebimos café y comimos pan casero hecho en la hoguera. En muchos aspectos, la vida era normal. La familia bromeaba y reía, evocaba la vida en Siria, discutía sobre comida y fútbol. No obstante, para los refugiados que viven en el Líbano, todo queda lejos de ser normal. Están atrapados en un limbo, luchando para reconstruir sus vidas, al tiempo que su futuro es incierto.
Cuando pregunté a Sarah sobre sus asignaturas favoritas en el colegio, me contestó que no tenía ninguna porque no iba al colegio. Y cuando le pregunté sobre sus amigos, la respuesta fue la misma. Nerviosa e introvertida, Sarah no tiene contacto con el mundo más allá de esta azotea. Como muchos otros niños refugiados, no puede ir al colegio, y no solo se está viendo despojada de su derecho a la educación, sino también a su infancia.
La historia de Aya
De todas las personas que conocí en mi primera visita, la que me causó mayor impresión fue una niña llamada Aya.
Personalmente, en mi trabajo trato de no retratar a las personas como víctimas, sino más bien, como víctimas de las circunstancias. Cuando conocí a Aya, parecía que me iba a ser imposible. Estaba sola, sentada en el suelo de hormigón en una húmeda y oscura tienda de campaña improvisada. Aya tiene espina bífida, lo que significa que está paralizada de cintura hacia abajo, y que la curvatura de su columna vertebral dificulta que pueda quedarse sentada erguida sin ayuda. Entonces, tenía solo cuatro años. Al verla ahí sentada, pensé que no podía hacerle una foto, me parecía tan vulnerable.
No obstante, Aya me demostró que estaba totalmente equivocado. No era una víctima. De hecho, resultó ser la niña de 4 años más enérgica que jamás haya conocido.
Aunque había decidido no tomar fotos de Aya, pasé el día con la familia. Fue su madre Sihan la primera que me habló de la relación de Aya con su hermana, Iman. Las dos eran inseparables. Cuando su hogar en Idlib fue bombardeado, Iman, con apenas 10 años, fue quien cuidó de Aya en el sótano donde se cobijaron durante tres días. Sin comida ni agua, no permitió que su hermana pereciera.
Durante el peligroso viaje de Siria al Líbano, que se prolongó durante varias semanas, fue Iman quien llevó a Aya todo el trayecto. Estaba pensando en lo bonita que era la relación entre las hermanas, cuando Iman entró en la tienda de campaña. Esperaba poder ver esa ternura, pero en vez de eso, Aya miró a su hermana y le gritó, "¡Levántame, burra!".
Durante las semanas siguientes visité de nuevo a la familia y pude ver la fuerza y amor que sentían, a pesar de todo lo que habían sufrido. Uno de los momentos más duros fue al escuchar al padre de Aya, Ayman, hablar sobre la posibilidad de separar a su familia. La situación era tan desesperada, que estaba considerando seriamente enviar a los niños a vivir con otras personas.
Y la situación era terrible. Al vivir en una tienda de campaña improvisada cerca de una fábrica de cemento, los niños enfermaban con frecuencia. Como Ayman no puede trabajar, la familia se veía cada vez más sumida en la deudas. Aya no recibía la asistencia médica que necesitaba desesperadamente, y los otros niños no iban al colegio. Parecía que no había futuro.
Para la familia, la mayor preocupación era que Aya no consiguiera sobrevivir al invierno. En mi último día allí, la familia intentó reforzar el aislamiento de la tienda frente al invierno con los materiales que les había entregado ACNUR. Entre lágrimas, Sihan me contó que dudaba de que Aya, por su enfermedad, pudiera sobrevivir a estas dificultades. Aunque Aya no pensaba así. Interrumpió a su madre y le espetó desafiante: "¡Aya no se muere!"
Evidentemente, cuando regresé al Líbano, tenía que volver a visitar a Aya y a su familia. Se habían ido de la tienda de campaña y, gracias a la asistencia, ahora estaban viviendo en una habitación alquilada en las afueras de Trípoli. No era gran cosa, pero al menos daba a la familia un cobijo adecuado y los niños parecían más sanos.
Aya estaba tan animada como de costumbre y había crecido mucho. Su nueva afición era pintarse las uñas y hacerse peinados nuevos.
La fotografié en su silla de ruedas, que empujaban sus hermanos. Aya gritaba: "¡Más rápido, más rápido!" Me hago una idea de lo que sufre cada día y de su lucha contra la enfermedad, pero nunca la he oído quejarse ni la he visto dejar de sonreír. No suelo utilizar esta expresión, pero es realmente inspiradora.
Pero la vida es dura. La ayuda que la familia recibe apenas les llega para pagar el alquiler y la comida. Si bien los niños pueden ahora ir a la escuela, a menudo pierden clases porque la familia no tiene dinero para el autobús. A Ayman aún no le permiten trabajar.
Muchos días pasan con la familia sentada en la casa, con los niños teniendo poco que hacer.
Si bien algunos aspectos en la vida de la familia habían mejorado, lo que más había cambiado era su esperanza de cara al futuro. Cuando los conocí, me hablaban de su intención de volver a Siria cuanto antes. Querían regresar a su hogar tan pronto como fuera seguro.
Ahora, tras más de cinco años de guerra, empezaban a cuestionarse si podrían regresar algún día y si lo hacían, qué encontrarían. Escuelas, hospitales y negocios están en ruinas; su propio hogar está destruido. ¿Qué futuro les esperaba?
Con escasas posibilidades de regresar a Siria, y siendo la vida en el Líbano imposible para ellos, su esperanza ahora era el reasentamiento.
"Nunca quise ir a Europa, nunca quise estar tan lejos de Siria", explicaba Ayman. "Pero si esto les da a mis hijos la oportunidad de tener un futuro, iré".
Más allá de eso, el reasentamiento en Europa podría ser la única esperanza para Aya. ACNUR propuso a la familia para su reasentamiento en Francia, pero desde entonces habían pasado varios meses y aún no tenían noticias. Estaban perdiendo la esperanza.
La historia de Khouloud
Durante las semanas previas pude localizar a muchos de los sirios que había conocido en mi primera visita, pero obviamente era difícil seguirle la pista a todo el mundo. En mi último día en el Líbano recibí una llamada telefónica. Era de la familia de una mujer llamada Khouloud a quien había visitado en el valle de Bekaa en 2014. Se había enterado de que había vuelto y quería que la visitara. Cuando pregunté dónde vivía, me dijeron que estaba en la misma tienda donde la había visto dos años antes.
Me quedé estupefacto.
De todas las personas que había visitado antes, Khouloud era una de las más necesitadas. ¿Cómo podía seguir viviendo en la misma tienda?
En 2013, Khouloud había estado trabajando en su jardín con sus hijos cuando un francotirador disparó contra ella. La bala le atravesó la columna. Cayó al suelo, paralizada de cuello para abajo. "Había estado plantando en una pequeña parcela junto a nuestra casa, porque era imposible conseguir verduras como antes", me había explicado en mi primera visita. "Iba a cuidar de las plantas con mis cuatro hijos cuando de repente una bala me alcanzó en el cuello, me caí y perdí la sensibilidad. Ya no pude volver a moverme. Los niños empezaron a gritar".
Tras recibir un primer tratamiento, su familia pudo sacarla de Siria. Después de huir del país, se encontraron viviendo en un asentamiento informal de tiendas de campaña en el valle de Bekaa, en el Líbano, en uno de los miles de campamentos no oficiales dispersos por todo el país. Cuando la conocí en 2014 llevaba cinco meses viviendo allí.
ACNUR les entregaba cupones para comida, pero la familia aún afrontaba grandes dificultades. El esposo de Khouloud tenía que cuidar de ella las 24 horas del día.
Entonces le pregunté: "¿Cuál es su esperanza para el futuro?"
"Volver a ser una madre", contestó. "Me gustaría poder mover los dedos porque a veces mi hijo se hace daño y viene a mi lado. Me mueve la mano y pone mis dedos sobre su herida. Me gustaría poder mover los dedos para tocar la herida y hacerle notar que lo siento con él".
Alargué mi estancia en el Líbano y fui a visitar a Khouloud y a su familia al día siguiente. Es difícil describir lo que sentí, pero como fotógrafo y narrador de historias sentí que le había fallado. ¿Si hubiera hecho mi trabajo la primera vez, estaría aún en la misma circunstancia?
Durante más de dos años, Khouloud no se ha movido de su cama, con la vista fija en el techo de la pequeña chabola en la que viven. A pesar de todo, se mantiene optimista y sonríe. Su esposo, Jamal, que la cuida a tiempo completo, aún la mira, según sus palabras, con el amor con que la miraba cuando se conocieron. Los niños hacen los deberes en la cama con su madre y siempre comen juntos.
Es difícil pensar en un hogar más lleno de amor y compasión. En los días que siguieron, intenté capturar esa historia a través de mis fotografías.
Epílogo
19 de mayo de 2016
Un par de meses después de visitar a Aya y a su familia en el Líbano, me enteré de que en dos semanas iban a ser reasentados en Francia. Estaban rebosantes de alegría.
En los últimos meses, los niños habían estado estudiando francés, ahora practicaban todo el día. Sihan compraba cosas que pensaba que podrían necesitar en Francia: café, tomillo, semillas de comino, mantas (le han dicho que hará frío).
Le expliqué que tendría todas esas cosas en Francia, pero no le convencí. "No puedo perder el aroma a casa", me dijo.
1 de junio de 2016
Cuando embarcaron en Beirut, toda la familia estaba aterrada. Ninguno de ellos había volado antes. Bueno, toda la familia menos Aya: se abrochó el cinturón, sonrió y exclamó: "¡Allá vamos!"
Cuando aterrizaron, los recogieron y trasladaron a la pequeña ciudad de Laval, a un par de horas en coche al oeste de París. Su apartamento está en un bloque nuevo, a las afueras de la ciudad. Es tranquilo, con jardines y parques donde los niños pueden jugar.
A los pocos días de su llegada fui a visitarlos. Sentado allí, cenando con la familia, me di cuenta de que, a pesar de conocerlos desde hacía más de dos años, era la primera vez que veía sonreír a los padres de Aya. Era como si les hubieran quitado un gran peso de encima.
Por supuesto que aún se enfrentan a muchos retos. Los niños han perdido varios años de escuela y ahora tienen que intentar ponerse al día mientras aprenden un nuevo idioma. Ayman tiene que aprender francés antes de poder encontrar un trabajo y Sihan quiere tener un papel activo en la comunidad, aunque sabe que tardará un tiempo adaptarse. Pero están muy agradecidos y dispuestos a aprovechar al máximo esta oportunidad para empezar una nueva vida.
Pero lo más importante es que ahora están a salvo y que Aya puede recibir los cuidados médicos que necesita.
Cuando me marchaba, con lágrimas en los ojos Sihan me habló de la primera noche que habían dormido en su nuevo apartamento. A menudo, a Aya le cuesta dormir, pero esa noche, mientras la llevaba a la cama, Sihan pudo murmurarle: "Todo va bien. Ahora, este es tu hogar".