Salvando a niños somalíes para evitar una crisis sanitaria en un campo de Etiopía
Salvando a niños somalíes para evitar una crisis sanitaria en un campo de Etiopía
CAMPO DE REFUGIADOS DE KOBE, Etiopía, 26 de agosto (ACNUR) – Toda tumba tiene una historia que contar y hoy el enterrador cuenta la de una pequeña niña somalí. Primero tuvo diarrea. Después le aparecieron la fiebre y las erupciones cutáneas por todo el cuerpo. Sus ojos se enrojecieron. A los cinco días empeoró. Finalmente, Hawaba Maday Issak, de 10 años, murió. Era el cuarto hijo en su familia que moría en los últimos 45 días.
Las tumbas del campo de refugiados de Kobe se esparcen por todos lados y su presencia alerta a gritos de la urgencia de la situación. Entre el 24 de junio, cuando se abrió esta instalación en el este de Etiopía, y el 12 de agosto, los investigadores encontraron 16 tumbas que contenían 562 cuerpos. De ellos, 476 eran niños menores de cinco años. Algunos se concentran alrededor del centro del campo mientras que otros están a las afueras. Las tumbas están cubiertas con unas pocas piedras y arbustos espinosos para hacerlas visibles a los que pasan por allí.
En un campo del tamaño de Kobe, si dos niños (de menos de cinco años) mueren cada día, se considera una emergencia. De media, se estima que 10 niños mueren a diario en Kobe desde que se abrió este campo. La desnutrición severa hace vulnerables a los niños y a los adultos frente a todo tipo de enfermedades, desde el sarampión a la neumonía, y es la primera causa de mortalidad infantil. ACNUR y sus socios están trabajando con urgencia para evitar una crisis sanitaria aguda en el campo de Kobe. Hacerlo es una de las tareas más difíciles.
El campo ha alcanzado ya su capacidad con casi 25.000 civiles que han huido de la sequía, la hambruna y el conflicto en la vecina Somalia. Durante el día el calor es sofocante. De noche los vientos son lo bastante fuertes como para tumbar las precarias viviendas, y tan fríos como para provocar neumonías o enfermedades peores a los niños. Con la desnutrición que padecen, sus sistemas inmunológicos están debilitados, y la enfermedad y la muerte nunca se alejan.
Pero el personal médico trabaja desde el amanecer hasta bien entrada la tarde para ayudar a los enfermos mientras ACNUR y otros socios han instalado tiendas para los refugiados y les han ofrecido agua y letrinas. Igualmente importante es la información que ACNUR está proporcionando acerca de la importancia de la salud y la higiene a estas personas a las que, durante 20 años de conflicto en su tierra, se les ha negado el acceso a la salud básica y a medicinas.
Chris Haskew, un oficial de salud de ACNUR, se enfrenta a la crisis con el rigor de un detective. Examina los tamaños de las tumbas – que parece el único modo seguro de conocer la tasa de mortalidad en el campo – y se pone mentalmente en el lugar de cada refugiado, intentando averiguar los puntos débiles en materia de salud y nutrición dentro del campo.
¿Cómo puede una mujer que está enferma viajar a un punto de abastecimiento de agua apartado, especialmente si tiene niños a los que cuidar? ¿Cuánto cuesta y cuanto tiempo le lleva a una familia trasladar a su hijo al hospital? ¿Tendrán dinero suficiente o medios para alimentar al resto si tienen que volver como pacientes externos? ¿Qué pasa si un adulto no se puede mover pero aún así debe ser trasladado a un hospital? ¿Por qué un importante número de padres saca a sus hijos del hospital cuando muestran los primeros signos de recuperación?
"La gente no está muriendo espontáneamente, podemos ser sistemáticos, podemos ser científicos a la hora de analizar este problema" dice Haskew. "Este es un tipo de protección fundamental. Podemos documentar lo que le está pasado a estas personas"
Incluso cuando la amenaza de la enfermedad comienza a proyectarse, los resultados de los esfuerzos de ACNUR, del gobierno de Etiopía y de otros socios, pueden verse por todos lados. Hace un mes había unos ocho puntos de agua funcionando en el campo. Ahora hay 25. Hace un mes había unas 30 letrinas, ahora hay 240. La mayor parte de los habitantes del campo tiene ahora una tienda para cobijarse.
Pero pese a estos notables esfuerzos, no hay una sola persona trabajando en el campo que esté satisfecha. "Para mí el mayor logro es que la respuesta internacional haya llegado" dice Jo Hegenauer, jefe de la sub oficina de ACNUR en Dollo Ado. "Tienes un personal fuerte que logra grandes mejoras, pero todavía queda mucho por hacer".
El oficial de campo de ACNUR, Hossein Sodagar acaba de conseguir trasladar a dos familias desde su hogar improvisado con ramas y trapos en las afueras del campo hasta el interior de Kobe, a una tienda más confortable. Ayuda a una mujer mayor a empaquetar sus pertenencias y las pone en la parte trasera de su coche antes de llevarla a su nueva ubicación. Sabe que si puede hacer que dos familias se trasladen, el resto de la comunidad les seguirá. Esta mujer mayor se sienta en su nueva tienda y muestra su alegría cuando uno de sus vecinos pide ayuda a Sodagar.
Entonces descubre a Hindia Abdille, de 35 años, con sus tres hijos que yacen enfermos a la sombra. Su hija de seis años, Adoy, tose incesantemente y no puede tragar comida. El hermano de Adoy, Hussein, de ocho años, es sólo piel y huesos. Al igual que su hermana mayor, Sokoro, el niño tiembla, tiene erupciones y sus ojos prácticamente cerrados.
La voz de Abdille crece y se agudiza cuando explica cómo perdió a su hija pequeña Nimo, de cuatro años. Abdille llevó a la niña al hospital del campo y allí le dieron medicinas durante muchas semanas. La niña se recuperó un poco y después volvió a empeorar. "La llevamos de nuevo al hospital y cuando la vio el doctor, entornó los ojos y murió delante de nosotros". Ahora cuida con remedios tradicionales a los hijos que sobrevivieron, pero están empeorando y Abdille está fuera de sí.
Sodagar recoge a los tres pequeños y a su madre, los mete en el coche y les conduce hasta el hospital de Médicos sin Fronteras, a unos dos kilómetros. En la zona de espera del exterior, un hombre intenta limpiar a su hijo, que está tan débil que apenas se puede mover. Un doctor llega y sostiene la mano de un chico que acaba de tener un episodio de epilepsia. Pese al número de pacientes, el doctor consigue esbozar una sonrisa. "Ah, más visitas" dice, mientras sostiene la mano de otro niño desnutrido. "Adelante. Bienvenidos".
"Cada día que vamos a los campos vemos gente enferma" dice Sodagar. "Vamos allí para otras cosas y siempre acabamos viniendo como una ambulancia". Este veterano oficial de terreno nunca ha estado en una situación tan compleja. "Cuando veo a gente tan desesperada y abandonada es como si fuera un miembro de mi familia el que estuviera en esa situación" dice Sodagar. "Y pienso '¿Qué hubiera hecho yo por esta persona si fuera mi familia?'".
Y aún así sabe que esta crisis le exige mucho. Las tiendas tienen que levantarse. El agua y el saneamiento son necesarios. Los esfuerzos sanitarios tienen que llegar a aquellos que están en los límites del campo. Todas las acciones tienen que estar coordinadas para que salgan bien.
Mientras Sodagar trabaja en una parte del campo, una trabajadora de Servicios Comunitarios de ACNUR Katie Ogwang lidera un encuentro con un grupo de mujeres en otro. El sarampión y la desnutrición son la principal preocupación de muchas de estas mujeres y, entre otras cosas, Ogwang está ahí para darles información sobre cuestiones de salud e higiene. Después de las charlas en grupo, realiza visitas a las mujeres en el campo.
Ogwang sabe que cambiar los hábitos requiere más que simplemente encuentros y charlas. El temor a las enfermedades amenaza con desestabilizar el tejido social. Una mujer está enferma y no puede bañar a su niño, mientras que a otras de la comunidad les preocupa que si van a su casa puedan enfermar. Ogwang lava al niño. Hay otra mujer que está enferma y no puede cocinar para sus hijos. Ogwang cocina unas gachas para todos.
"Bañar a un niño deja una semilla en la vida de la comunidad" dice Ogwang. "Demuestra a la gente que si yo puedo ayudar a un desconocido, ellos pueden ayudar a un vecino. Cada gesto marca una diferencia en la vida de estas personas".
Por Greg Beals en el campo de refugiados de Kobe, Etiopía