Una tragedia personal impulsa la lucha de un trabajador social hondureño contra la violencia de las pandillas
Una tragedia personal impulsa la lucha de un trabajador social hondureño contra la violencia de las pandillas
Para Santiago Ávila, la lucha contra las poderosas pandillas callejeras que aterrorizan a las comunidades de su natal Honduras es profundamente personal. Tenía 19 años cuando su hermano Mauricio, de 16, fue secuestrado, torturado y asesinado por las violentas bandas criminales conocidas como maras.
Pero la tragedia no terminó ahí. El asesinato de Mauricio desencadenó una serie de consecuencias traumáticas que se extendieron a lo largo de muchos años, lo que obligó a la familia a trasladarse de casa en casa en busca de seguridad y, finalmente, obligó a Santiago y a su madre a huir del país para salvar la vida.
“De una semana a otra todo cambió”, recuerda Santiago, que ahora tiene 32 años. “De hecho, mi familia no lo logra superar todavía”.
Aun así, Santiago lleva años tratando de transformar la desgracia de su familia en algo positivo para su comunidad. Como director de Jóvenes Contra la Violencia, ha ayudado a convertir una naciente organización comunitaria sin fines de lucro en una de las fuerzas más importantes que luchan contra las pandillas en Honduras.
“Mi familia no lo logra superar todavía”.
Las maras realizan actos que van desde el tráfico de drogas hasta la extorsión y el robo, cometiendo habitualmente asesinatos, asaltos y violaciones como una forma de controlar comunidades enteras. Buscan reclutar a jóvenes vulnerables, a menudo amenazando con matar a sus familias si se resisten.
Jóvenes Contra la Violencia entorpece las prácticas de las pandillas, trabajando con jóvenes ‘embajadores’ que interactúan con sus pares para contrarrestar el reclutamiento mostrándoles que es posible aspirar a un futuro alternativo.
El grupo, que comenzó hace aproximadamente una década y recibe apoyo de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, tiene actualmente más de 600 jóvenes embajadores en todo Honduras, así como alrededor de 200 niños embajadores, algunos de tan solo seis años.
Las pandillas prosperan en vecindarios donde abunda la pobreza y donde la presencia del estado es débil. Al trabajar sobre el terreno en algunas de las comunidades más marginadas del país para fortalecer los lazos familiares y fomentar el respeto por los maestros y las escuelas, el grupo ha dificultado que las pandillas recluten a jóvenes como soldados de infantería desechables para administrar drogas y hacer cumplir su reinado de terror.
“La prevención de la violencia comienza en cada mesa familiar”, dijo Santiago. “Si los niños o jóvenes se sienten amados y valorados, es poco probable que formen parte del ciclo de violencia y criminalidad que azota a nuestro país”.
La violencia en esta pequeña nación centroamericana, que a fines de 2019 tenía una tasa de homicidios de 44 por cada 100.000 habitantes según la Policía Nacional, ha empujado a muchos hondureños a abandonar sus hogares y comunidades. Al menos 148.000 hondureños habían huido del país y habían solicitado asilo en el extranjero a fines de 2019, lo que lo convierte en uno de los diez principales países de origen de solicitantes de asilo en el mundo. Además, se estimó que unas 247.000 personas habían sido desplazadas internamente dentro de Honduras entre 2004 y 2018.
La violencia y sus efectos es algo que Santiago conoce muy bien. Su propia vida comenzó a desmoronarse después de que un familiar se mezclara con una pandilla y terminara debiéndoles dinero. En venganza, atacaron a Mauricio, le dispararon más de 30 veces y llevaron a parte de la familia al exilio, primero dentro de Honduras y luego en el extranjero.
“En cada uno de estos chavos veo la cara de mi hermano”.
Santiago regresó a Honduras después de aproximadamente un año y, contra todo pronóstico, logró mantenerse alejado de quienes lo perseguían mientras él seguía una carrera en el trabajo social.
“Yo hubiese querido que hubiera existido una organización como Jóvenes contra la Violencia, antes de que muriera mi hermano y que mi familiar que estaba metido en venta de drogas”, dice. “Personalmente tengo una gran motivación de trabajar con chavos, porque en cada uno de estos chavos veo la cara de mi hermano”.
La organización también trabaja para rehabilitar a los jóvenes que en un momento estuvieron afiliados a las pandillas.
“Hay dos maneras de salir de una pandilla”, cuenta Santiago. “Por la iglesia o muerto”.
Pero en las comunidades donde trabaja Jóvenes Contra la Violencia, “hay una tercera alternativa, y es a través de Jóvenes contra la Violencia, porque los líderes de las pandillas conocen nuestro trabajo y saben que si están con jóvenes contra la violencia no van a andar en otra cosa”.
- Ver también: Familia hondureña comienza una nueva vida al otro lado del país, pero el temor todavía sigue presente
Entre aquellos cuyas vidas han cambiado con el proyecto se encuentra el artista Byron Espino, un ex miembro de una pandilla que ahora es voluntario de Jóvenes contra la Violencia, impartiendo clases de arte como parte de los programas de educación continua de la organización. Las pandillas, explicó, se abalanzaron para reclutarlo después de que su familia se desmoronara.
“Mi madre murió cuando yo tenía siete años y, poco después, mi hermana murió en un incendio. Mi padre se volvió alcohólico y yo ... me quedé solo. Fue entonces cuando me uní a la pandilla”, recordó Byron, y agregó que, como voluntario de Jóvenes contra la Violencia, su objetivo es “mostrarles a los niños el trapo sucio que solía ser mi vida, para que así… no se involucren con las pandillas”.
María Rubí contribuyó a este informe desde la Ciudad de México.