Comenzando una nueva vida
Comenzando una nueva vida
Todo iba bien para Emily, hasta que llegaron las pandillas. Emily, una madre soltera vivía con sus cuatro hijos y su madre en la capital hondureña de San Pedro Sula. Ella tenía su propio negocio, una pequeña tienda cerca de su casa, y estaba rodeada de amigos y vecinos. Sus días estaban llenos de momentos familiares, risas, y la satisfacción de saber que se estaba haciendo cargo de ella misma y sus hijos.
Emily es una cristiana devota, y crio a sus hijos para que supieran que la violencia no es la respuesta para los problemas del país. Ella había visto los estragos que las maras – término utilizado en Centroamérica para las pandillas – habían causado en su ciudad e inclusive en su propio vecindario. Familias separadas, empresarios honestos aterrorizados, mujeres asustadas de caminar solas a casa. A diario rezaba para que sus hijos no fueran parte de las pandillas, sino que ayudaran a traer paz al país que ella tanto amaba.
"Algunos niños no ven problema en unirse a las pandillas", dijo ella. "Los hace sentir empoderados y que son parte de algo. Las posibilidades de tener una vida decente son tan escasas que ser parte de una pandilla no suena tan mal. Creo que en ese contexto, darles a los hijos una correcta educación es esencial. Les enseñé a mis hijos lo que está bien y lo que está mal, para que nunca pensaran convertirse en criminales".
Pero las maras locales tenían otros planes.
El hijo mayor de Emily, Daniel, se negó a ser parte de la pandilla. El tenía un trabajo honesto como soldador y ayudaba a mantener a su abuela y sus hermanos menores. En septiembre de 2015 la pandilla se enteró. Empezaron a acosarlo cuando cruzaba el territorio controlado por la pandilla de camino a su trabajo. Después llegaron las amenazas. Después, las extorsiones. Emily se vio obligada a pagar el impuesto de guerra a las pandillas para poder mantener su negocio. Pero ella había educado bien a su hijo. A pesar de la presión él se negó a caer en la vida criminal.
Fue entonces cuando los miembros de la pandilla hicieron lo impensable. Esperaron a que Emily pasara caminando por la calle con su hijo de cinco años, Mateo. Y la atacaron. Un grupo de hombres la atacó frente a su hijo. Fue a plena luz del día, y los policías estaban allí, mirando tranquilamente, sin hacer algo al respecto.
Mientras les rogaba que no los mataran, les preguntaba por qué los atacaban. "Hemos sido vecinos siempre, ¿por qué nosotros?", recuerda. "Yo sabía que no podía razonar con ellos, querían nuestro dinero y sabían exactamente cuánto ganabamos. Ellos lo saben todo".
El ataque tuvo un efecto profundo y preocupante en su hijo de cinco años, Mateo. "Si yo fuera grande y fuerte te hubiera protegido, mamá", dijo el pequeño con una voz que temblaba de rabia.
Emily está agradecida de haber sobrevivido, pero ella sabía que algo tenía que cambiar. Ellos tenían que huir, y pronto, antes de que la pandilla lograra agredir o chantajear a sus cuatro hijos para que se unieran a ella. Incluso su hijo de 14 años, Diego, que tiene una discapacidad mental, estaba en riesgo.
Pero tenía que ser cuidadosa. Mientras se recuperaba del ataque, hicieron una barricada en la puerta delantera de la casa, lo que les daría un tiempo extra para escapar por la puerta trasera si sus atacantes regresaban. Los vecinos habían escuchado lo que les había pasado. Pero en lugar de apoyar a la joven familia, los evitaron. Era un gran riesgo tener contacto con ellos ahora que estaban en la lista de las maras. Emily y sus hijos estaban solos.
Los niños vivían con un constante temor de otro ataque. Ellos ni siquiera salían de la casa. Las maras suelen usar niños de hasta cinco años de edad como mensajeros e informantes . . . o peor. Ellos sabían que si los atrapaban, se verían obligados a hacer cosas terribles. Incluso el más pequeño de los niños, Alejandro, sabía que algo estaba muy mal.
Emily tuvo muchas conversaciones desgarradoras con su hermano y con su madre, que estaba en cama e incapaz de viajar con ellos. Su hermano estuvo de acuerdo en que cuidaría de su madre. La anciana quería que Emily dejara a su hijo menor Alejandro, de tres años, en Honduras con ella, pero Emily se negó. Ella no arriesgaría a su hijo.
Entonces llegó la noticia de que el hijo de 15 años de una de las amigas de Emily había sido asesinado por la mara. Era hora de irse.
Temprano en la mañana del 27 de julio, recogió en silencio ropa, certificados de nacimiento e identificaciones y los metió en bolsas de viaje. El resto de sus pertenencias las dejó intactas, esperando que dejara la impresión de que iban a un viaje corto. Ella les dijo a los niños más pequeños que iban a visitar a su tía en México para que estuvieran tranquilos. Pero ella y Daniel sabían que nunca regresarían.
Emily se despidió llorando de su madre, y luego los cinco salieron por la puerta trasera con la luz del amanecer. No pudo evitar mirar detrás de ella mientras conducía a sus hijos a un autobús. ¿Estaban siendo observados? ¿Los seguían? ¿Su hermano y su madre pagarían el precio por lo que había hecho para proteger a sus hijos?
A medida que se acercaban a la frontera entre Guatemala y México, empezó a percibir la sensación de libertad. Pero todavía no estaban allí, y todavía existía la posibilidad de que algo pudiera salir terriblemente mal. Después de viajar durante horas, encontraron un último obstáculo: el río que separaba Guatemala de México. Cautelosamente, instó a sus hijos a que subieran en un pequeño bote que un amigo había preparado para ellos. A las diez de la mañana llegaron a la estación migratoria mexicana.
Emily y sus hijos habían alcanzado la libertad de la pandilla hondureña que los había aterrorizado. Pero sus pruebas no habían terminado. Ningún albergue tenía espacio para los cinco. El gobierno mexicano no podía detenerla debido a que iba con sus hijos pequeños y su hijo con discapacidades especiales. Y así durante días, durmieron en la calle, acurrucados para protegerse, tratando de consolar a los pequeños mientras lloraban.
Los niños estaban hambrientos, exhaustos y todavía muy asustados. Los más pequeños no entendían por qué no podían ir a casa. Durante unos días, parecía que las cosas no mejorarían.
Finalmente, el personal de un albergue apoyado por el ACNUR encontró a la familia desesperada y se los llevó. El Albergue de Migrantes Samuel Ruiz está dirigido por las Hijas de la Caridad y tiene la capacidad de albergar a 150 personas a la vez. En los primeros meses de 2016, el albergue acogió a más de 8.000 familias, un aumento masivo con respecto al año anterior. La seguridad es estricta para la protección de los refugiados, muchos de los cuales están siendo perseguidos por las maras.