De mochilera a trabajadora humanitaria
De mochilera a trabajadora humanitaria
Como responsable de la Unidad de Coordinación Interagencial para ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, en la ciudad colombiana de Cúcuta – una de las principales puertas de entrada para miles de venezolanos que han tenido que huir de la situación en su país – Atsuko Maruyama está en primera línea en una de las mayores crisis de desplazamiento en el mundo. Su rol en ACNUR representa un gran cambio de rumbo para Atsuko, quien hasta hace seis años trabajaba en el sector privado en su Japón natal. Ella dice que fueron sus viajes de mochilera, que emprendía durante sus vacaciones y que la llevaron a más de 90 países, los que la alentaron para cambiar de carrera y dedicarse al trabajo humanitario.
Aquí conversamos con Atsuko sobre su trayectoria profesional y los dos años que lleva trabajando en la operación de ACNUR en Cúcuta:
¿Por qué decidiste convertirte en trabajadora humanitaria?
Cuando tenía 30 años y estaba trabajando en el sector privado, decidí cambiar mi carrera. Estaba contenta con lo que hacía, pero me puse a reflexionar sobre lo que había logrado en mi vida hasta ese momento. En ese instante recordé unas personas que había conocido en una aldea en Palestina durante uno de mis viajes como mochilera. Estas personas me marcaron mucho. Cuando regresé a Japón, conté lo que había visto allá para visibilizar su situación, pero no sirvió de mucho. En ese momento, supe que debía cambiar mi carrera.
¿Qué recuerdos de tu trabajo conservarás por el resto de tu vida?
En este trabajo he escuchado muchas historias tristes. Pero también he escuchado otras historias de gran solidaridad. En Colombia he conocido a varias familias que habían abierto sus casas a personas refugiadas y migrantes de Venezuela – a veces, sin conocerlas siquiera. Algunas de estas personas me contaron que ellas mismas habían sido desplazadas. Por el conflicto armado en Colombia, habían tenido que desplazarse y todavía recuerdan esos días difíciles. Eso las llevó a apoyar a personas venezolanas que ahora se encuentran en una situación similar.
También recuerdo las caras de felicidad de tres niñas venezolanas que conocí en un comedor comunitario. Me contaron que durante mucho tiempo sólo habían podido tomar agua y agua con limón. Aquel día, estaban tomando yogurt por primera vez en seis meses. Sus grandes sonrisas todavía me hacen sentir muy feliz.
¿Cuál ha sido tu mayor aprendizaje?
Mis colegas en la oficina me han enseñado muchísimo. Tenemos Puntos de Atención y Orientación cerca de la frontera y al lado de oficina, y decenas de refugiados y migrantes venezolanos los visitan cada día, buscando información sobre cómo regularizar su estatus en Colombia y dónde encontrar alojamiento, comida y servicios médicos. Mis colegas que trabajan en estos puntos pasan todo el día hablando con las personas, escuchando sus historias – en su mayoría muy duras – para poderles informar sobre sus derechos. En ninguno de los lugares en donde había trabajado antes pude ver a colegas que trataran a los beneficiarios como si fueran su propia familia. He aprendido mucho con ellos.
¿Qué es lo más difícil de tu trabajo?
Es difícil visibilizar las necesidades y la situación de la población proveniente de Venezuela. A diferencia de países afectados por conflictos internos, guerras o desastres naturales, en Venezuela no hay ciudades bombardeadas ni personas heridas por bombas o tiros.
Por eso, cuesta mostrar la gravedad de la crisis – a pesar del hecho de que millones de personas han huido por la imposibilidad de acceder a medicinas, educación, salud y trabajo. Así que cuando vienen donantes, siempre les pido que hablen directamente con la gente para entender mejor por qué han tenido que irse del país. Luego, casi todos los donantes me dicen que la situación es más grave de lo que habían imaginado.
¿Cuéntanos una experiencia en la que mejoraste la situación de una persona?
Una vez encontré a una niña menor de edad en un parque en Cúcuta. Estaba sola y a punto de llorar. Me contó que había venido caminando desde Venezuela con un grupo de amigas, pero ellas la habían dejado. Como no conocía a nadie en Cúcuta, su plan era irse caminando a Bogotá, que está a más de 500 kilómetros de distancia. La niña estaba en sandalias y no tenía un celular, dinero, ni la menor idea sobre el trayecto – que sube hasta 3.000 metros sobre el nivel del mar y con temperaturas que bajan hasta 0 grados centígrados. Fue un shock verla en estas circunstancias.
Me comuniqué con una colega y le pedimos ayuda a una organización socia del ACNUR. La llevamos a un albergue donde le brindaron comida caliente y atención psicosocial y donde pudo bañarse. Fue bonito ver que los otros beneficiarios en el albergue la acogieron con cariño a esta niña sola.
¿Qué le dirías a una persona que está pensando en iniciar su carrera como trabajadora humanitaria?
Antes que nada, es esencial reflexionar sobre los intereses de las personas. Entender la realidad y las necesidades de las personas a las que servimos nos enseña cómo deberíamos trabajar y el potencial que ellas tienen para ofrecer.
Pienso que es importante no olvidar para qué, para quién y por qué hacemos nuestro trabajo. Al final, estamos ahí para apoyar a las personas para que puedan disfrutar de sus derechos. Nunca hay que olvidarse que ésta es nuestra misión.
*Gracias al Gobierno de Japón por hacer posible el trabajo de Atsuko Maruyama con la población proveniente de Venezuela y desplazada interna en la oficina de ACNUR en Cúcuta, Colombia.