"Pertenezco a los refugiados", dice una funcionaria clave del ACNUR en Perú
"Pertenezco a los refugiados", dice una funcionaria clave del ACNUR en Perú
Para Juliette, trabajar para el ACNUR es nada menos que una vocación. Ella nació como refugiada, después de que sus padres ruandeses huyeran de la violencia étnica en busca de seguridad en el vecino Burundi. Y ahora Juliette no puede evitar ponerse en el lugar de quienes ha dedicado su vida a ayudar.
“Cuando estoy ahí afuera y veo a un refugiado venezolano vendiendo dulces en las calles, no veo a esa persona. Me veo a mí misma, vendiendo maní para ayudar a mi familia. Por eso nunca me detengo”, dijo Juliette, de 46 años, coordinadora principal de terreno del ACNUR en Perú, donde brinda la asistencia que tanto necesitan los refugiados y migrantes venezolanos que se encuentran en una situación desesperada.
“Me impactó tener que caminar sobre cadáveres y ver tanta gente herida”.
Juliette descubrió por primera vez que era humanitaria de corazón en 1994, tras el genocidio en Ruanda en el país natal de sus padres que le costó la vida a más de 800.000 hombres, mujeres y niños. Aunque solo tenía 21 años en ese momento, descubrió que no podía quedarse de brazos cruzados. Sin decirle a sus padres, decidió colarse en Ruanda para ayudar. Lo que vio allí fue terrible.
“Me impactó tener que caminar sobre cadáveres y ver tanta gente herida y traumatizada”, recordó.
Juliette se unió a otros voluntarios en un hospital local en la ciudad de Nyamata, en el sur de Ruanda, donde ayudó a realizar búsquedas de sobrevivientes casa por casa. Su dedicación llamó la atención de una miembro del personal del ACNUR, quien, reconociendo el inmenso potencial de Juliette, la invitó a postular a un trabajo en la agencia. En 1996, le ofrecieron su primer puesto, como Asistente de Protección.
Fue aproximadamente al mismo tiempo que Juliette conoció a Margarite, una enfermera estadounidense que jugaría un papel decisivo en su vida. Margarite la apoyó para obtener una educación superior en los Estados Unidos, aunque en ese momento no hablaba una palabra de inglés. Amigos cercanos de Margarite patrocinaron el viaje de Juliette y le dieron la bienvenida a su familia y, con su apoyo, pronto completó una licenciatura en Administración de Empresas y una Maestría en Relaciones Internacionales.
A pesar de haber construido una vida cómoda en Estados Unidos, Juliette sabía que debía regresar al trabajo humanitario. En 2005, se unió al ACNUR en el Sáhara Occidental a través del programa de voluntariado de la ONU. Siete años después, fue contratada como funcionaria del ACNUR, y se embarcó en un largo viaje profesional que la ha llevado a países como Yemen, Suiza, Etiopía y Argelia y ahora, Perú.
“No todo el mundo puede ser un trabajador humanitario... si no estás comprometido, no lo lograrás”.
“No todo el mundo puede ser un trabajador humanitario”, dijo Juliette, reflexionando sobre las muchas dificultades que ha presenciado y experimentado, a lo largo de sus 17 años en el ACNUR. “Tenemos que dejar la comodidad de nuestro hogar y a nuestras familias para irnos a vivir en tiendas de campaña, o a lugares donde no tenemos nada. Si no estás comprometido, no lo lograrás”.
Recordó su desgarradora decisión de dejar a su hijo de cuatro meses en Barcelona cuando la llamaron para trabajar en una emergencia en Yemen.
“No fue fácil, pero sabía que, si no volvía a trabajar y a hacer lo que siento y amo hacer, sería miserable, mi bebé sería miserable y mi esposo sería miserable”, dijo. “Tengo suerte de que mi esposo siempre me ha apoyado”.
Para Juliette, uno de los desafíos más difíciles del trabajo humanitario es ver sufrir a las personas sin poder darles una respuesta. Recordó la desgarradora historia de una mujer somalí que conoció mientras trabajaba en un campamento de refugiados en Dolo Ado, en la frontera oriental de Etiopía con Somalia. La mujer había sido obligada a emprender un desesperado viaje hacia la seguridad con sus cinco hijos. Tres de ellos murieron en el camino y, para agravar esa tragedia casi impensable, el viaje era tan peligroso que, para protegerse a sí misma y a sus otros hijos, la mujer ni siquiera pudo detenerse para enterrarlos.
“¿Cómo apoyas a esta mujer? No le puedes traer a sus hijos de vuelta”, dijo Juliette. “Pasé la mañana sentada con ella, tratando de no llorar, guardándome las lágrimas en el estómago, hasta que estuvo lista para ir a ver su tienda, que se convirtió en su nuevo hogar”.
En 2018, Juliette fue enviada a Perú como parte de un equipo de emergencia encargado de establecer una oficina del ACNUR en un país donde el número de solicitantes de asilo pasó de 3.000 a más de medio millón en el espacio de dos años, con la afluencia de venezolanos huyendo de la crisis política y socioeconómica en su país.
Los muchos años de experiencia de Juliette en respuestas a emergencias de refugiados le han servido bien en Perú, donde ahora lidera un equipo de casi 40 personas a lo largo de la nación andina, que actualmente alberga el segundo mayor número de refugiados y migrantes venezolanos del mundo, después de Colombia.
Su experiencia en situaciones de crisis también ha demostrado ser imprescindible durante la pandemia de COVID-19, que ha afectado especialmente a Perú. Perú, el 43° país más poblado del mundo, ahora tiene el sexto número más alto de casos de coronavirus, según la Universidad Johns Hopkins.
“La pandemia agregó un nuevo desafío a nuestro trabajo: el acceso limitado a las personas”, dijo Juliette, “siempre trabajábamos directamente con las personas, las visitábamos, nos sentábamos, hablábamos, llorábamos y reíamos. Hemos establecido líneas de contacto remotas y aún estamos disponibles, pero extrañamos verlos”.
- Ver también: De mochilera a trabajadora humanitaria
A pesar de la declaración de estado de emergencia del Gobierno peruano en marzo y las estrictas medidas de cuarentena destinadas a frenar el crecimiento exponencial del virus, el equipo de ACNUR en el país ha continuado su trabajo ininterrumpidamente, instalando albergues y espacios de asistencia temporal y entregando alimentos a los hogares más vulnerables.
“Nuestro equipo ha estado arriesgando su vida todos los días”, dijo Juliette, quien ha estado trabajando en turnos de 10 horas, siete días a la semana desde el inicio de la pandemia. “No podemos mantenernos alejados, ni lo haremos. Somos trabajadores humanitarios porque ayudamos a las personas que han perdido la esperanza”.
Reconoce que la dedicación y pasión por su trabajo humanitario han tenido un impacto en su familia, en particular en sus hijos de seis y doce años, que muchas veces no puede ver, pero para ella es imposible no darlo todo por las personas a las que sirve.
“Pertenezco a los refugiados”, dijo.